domingo, 9 de diciembre de 2007

Cuento histórico de una historia por ocurrir. No, jamás ocurrirá

A principios del siglo XXI, en México, se vivía una de las peores tragedias de la historia. El país estaba dividido en dos sectores, tal vez en más. El miedo y la angustia se sentían en el aire, tan pesado ya. Por las calles ya nadie estaba seguro. Todas las personas caminaban con recelo, desconfiando de sus vecinos, de sus amigos, del señor que durante años había vendido el periódico en el crucero, de su familia y hasta de su propia sombra. Durante el día todo parecía tranquilo. En el noticiero jamás mencionaban los asesinatos, la inestabilidad, la inconformidad y mucho menos las injusticias, pues se tenía que guardar las apariencias ante los ojos internacionales a como diera lugar. Por las noches cambiaba el panorama. La sangre bañaba las avenidas de la mayoría de las ciudades, convirtiéndose en un campo de batalla. La sangre de los soldados, policías, civiles, la de todos.
Y ni hablar de lo que sucedía en el campo, en dónde realmente se vivía la guerra. Las cosechas se echaron a perder, pues todas las manos estaban ocupadas sosteniendo las armas, protegiéndose de todos, pues los habían engañado en muchas ocasiones. Muchas figuras que prometían ayudarlos y devolverles sus tierras, pero nadie había cumplido, por el contrario, les habían robado lo poco que tenían, incluso su esperanza. Ya no podían confiar en nadie.
El señor presidente de la República sabía que su vida corría peligro. Inesperadamente realizó un viaje diplomático por Europa, para desmentir la información que se estaba divulgando en Internet sobre los problemas de la nación. En una de sus conferencias, dijo que se trataba de pequeños grupos rebeldes que estaban manejados por los partidos políticos de izquierda. Explicando que en algunas ocasiones se había tenido que ejercer la fuerza para evitar que el asunto trascendiera. Refiriéndose, por supuesto, a la muerte de trescientos campesinos, que había ocurrido el mes anterior.
Los García formaban una familia de clase media, como cualquier otra. El padre era un contador público y Aurora, la madre, era ama de casa de tiempo completo. Ernesto, el hijo mayor, desde hacía algún tiempo deseaba ir a la capital, sabía que próximamente se iba a llevar a cabo la batalla final, la muerte del presidente y la caída de un gobierno autoritario, injusto, asesino… al menos esos eran los planes. Iría con un grupo de amigos que al igual que él, seguían de cerca los acontecimientos y mantenían comunicación con un grupo del centro del país, que reclutaba jóvenes para los tiempos difíciles que se avecinaban.
Un día hizo su maleta y le informó a su familia durante la cena sus planes. Aurora lloró desconsolada y el padre se opuso terminantemente, diciéndole que se estaba metiendo en problemas que no eran suyos. El gobierno ya se estaba encargando de todas esas personas que sólo hacían daño al país con su inconciencia y salvajismo. Habían convertido su lucha en una lucha de todos, empobreciendo al país, afectando a gente que era completamente inocente. En varias ocasiones habían discutido por ese asunto, Ernesto, en esa ocasión, guardo silencio. La decisión estaba tomada y partiría esa misma noche.
Su madre lo bendijo y le pidió que se cuidara una y otra vez. Presentía que sería la última vez que lo vería, rogó a Dios que no fuera así. No entendía las razones ni de su esposo ni de su hijo. Al igual que la mayoría de la población, no entendía el porqué del conflicto, pero diariamente sufría las consecuencias.
Los cinco amigos llegaron a la capital dos días después, agotados y hambrientos. Eran aproximadamente de la misma edad, con los mismos ideales, pero con diferentes vidas y sufrimientos. Estaban contentos por encontrarse ahí, tan cerca, haciendo por fin algo más que opinar, siendo parte de la historia. Ernesto se sentía mucho más útil que en su salón de clases.
Cuando al fin encontraron la dirección que les habían dado, no encontraron a nadie, era un callejón sin salida. Se desilusionaron un poco. Sin embargo, pudieron haberse equivocado, Abel era el único que había vivido en la ciudad, pero años atrás. No tenían a dónde ir, se estaban preparando para pasar la noche en ese sitio, de cualquier modo, no faltaba mucho para que amaneciera y pudieran realizar algunas llamadas telefónicas.
De pronto, tres carros con luces apagadas les cerraron el paso, ya de cerca, vieron que eran soldados. No podían huir, era demasiado tarde. Se oyeron varios disparos. Ernesto vio que sus amigos caían al frío suelo, ya sin vida. A él, lo torturaron para que confesara los nombres y direcciones de sus contactos. No sabía gran cosa, pero inmediatamente se dio cuenta que no tendría caso decirles la verdad, todos habían muerto ya y el no moriría como un cobarde…Se oyó el último disparo.
Aurora se quedó esperando a su hijo. Su cuerpo nunca fue encontrado. Esta abnegada mujer seguía sin entender el motivo de la guerra, que había acabado dos años antes. Pero comprendió los motivos de Ernesto, su sacrificio. Sus hijas menores ahora disfrutaban de la vida que él nunca tuvo. Podían caminar seguras por las calles, sin desconfiar de nadie. Se respiraba paz. En su casa, una veladora y lágrimas derramadas diariamente le rendían por siempre un homenaje silencioso, a pesar que su nombre nunca estuvo en los libros de historia, a pesar que aún lo esperaban para cenar....

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